23 enero 2008

Resucitado / Vida despues de la muerte

EL EXCLUSIVO RELATO DE ALGUIEN QUE MURIÓ
2 MINUTOS Y VIVIÓ LO QUE NOS ESPERA

El campito de Miguel

Miguel Angel Martínez tiene 40 años, es un abogado argentino y asesor en Comunicación Institucional de empresas nacionales e internacionales. Sufrió un infarto que le provocó muerte súbita. Ahora está recuperándose y gozando de vacaciones “obligatorias”. Su narración, en primera persona, posee el valor testimonial necesario para una lectura pausada. La publicación de su experiencia apunta a la Esperanza.

El infarto me tomó completamente por sorpresa. Inesperado. Volvía de jugar al fútbol manejando, cuando comencé a sentir el malestar que, luego me enteré, resultó ser el primer síntoma claro del infarto. Tardé bastante en ir al sanatorio. Primero fui a casa, me bañé, pensé que se trataba del cansancio natural luego de un partido de fútbol. Me crucé con un amigo, Enrique Kairiyama, y le comenté que no me sentía bien, que iría al kiosco que queda a 3 cuadras de casa a comprar una gaseosa pues me parecía que necesitaba algo con azúcar.
En el camino comencé a sentirme cada vez peor. Ya en el kiosco, en lugar de una coca, me tomé un energizante y un chocolate que tiré luego de darle el primer bocado porque me producía asco. Me senté en la vereda, conciente de que algo pasaba porque no tenía fuerzas para regresar caminando.

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Llamé por teléfono a Enrique y le pedí que viniera a buscarme con el auto para llevarme al sanatorio cercano (“La Trinidad” se llama), pues no sabía qué pasaba pero no me sentía nada bien.
Enseguida llegó Enrique y fuimos al sanatorio. Me revisan y hacen un electrocardiograma e inmediatamente me internan de urgencia en unidad coronaria. Estaba muy sereno.
Ese día me había confesado antes de ir a jugar al fútbol, llevaba puesto el escapulario y era sábado, aunque comenzaba a anochecer. La médica de guardia se acerca al lado de mi cama, toma la mano y dice: “Miguel, te voy a explicar lo que está pasando. Estás cursando un infarto. La buena noticia es que estás acá y que te podemos ayudar.”
Me explica cuál sería el procedimiento y que deberemos aguardar unos momentos porque, al ser sábado a la noche, los intervencionistas disponibles se encuentran de “guardia pasiva”. Me pide el teléfono de un familiar para avisarle. Le digo que afuera está un amigo, Enrique, que hable con él.

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Quedo en la cama, “enchufado” con jeringas por ambos brazos, con una máscara de oxígeno, y un dedo “prensado” por un aparatito que medía el ritmo cardíaco. Me acompañaban 3 enfermeros y una médica. De repente, comienzo a sentir falta de aire y le pido al enfermero que tenía más cerca que me diera más oxígeno. Insisto en el pedido. “Ya te di Miguel”, me responde.
Noto que voy a perder la conciencia y levantando la mano le digo: “Cristian, me siento mal”, y siento que me voy yendo.

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Inmediatamente, “pasé” a estar caminando por un campito. Sin trauma ni dolor ni tampoco alguna situación previa vivida en el medio.
Fue como pasar al campito sin solución de continuidad en el tiempo. Allí me encontré caminando, junto a un grupo de personas. Serían entre 50 y 100. Pensándolo luego, no recuerdo rostros, ni piernas ni brazos, y más bien cada uno era una suerte de ente blanquecino, pero que se desplazaba por el campito, que tenía el piso de césped y como unos arbustos muy pequeños a los costados, que le daban una forma de sendero ancho.
Tengo algunas sensaciones de esa experiencia, que podrían resumirse con la palabra “plenitud”: felicidad total, paz, serenidad, alegría, gozo. Íbamos todos comunicados entre nosotros, felices, pero sin hablar; era como si nos comunicáramos con el pensamiento.
Cada uno estaba totalmente individualizado. No era un grupo indeterminado de gente: yo era yo, con total auto conciencia. Y era el mismo que hacía un ratito estaba escuchando el diagnóstico de la doctora y quien le había dicho al enfermero Cristian que me sentía mal.
Y los demás también, con quienes mantenía una feliz comunicación, eran individuos distintos a mí. Tampoco, me doy cuenta ahora, se distinguía género masculino o femenino en la gente con la que caminaba. El sendero tenía una pequeña pendiente ascendente y terminaba en un horizonte del que surgía una luz difusa y blanca, como si fueran rayos de sol blanco, pero se veían muy poco desde el lugar en que me encontraba. Era como si fuera un día cuando comienza caer el sol, con alguna nubosidad; parecía que serían entre las siete y las ocho de la tarde de un día de primavera-verano. La sensación de alegría, felicidad, paz, plenitud, es incomparable.

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De repente, siento que “alguien”, no identificado, me toma por la espalda y me detiene. Comienzo un forcejeo porque veo que los demás siguen y que esa fuerza me está deteniendo.
¡Quiero seguir caminando con ellos! La fuerza me va ganando. Hago más intentos de vencerla y seguir. Me detiene. Veo que los demás se van y yo me estoy quedando. Me entra una sensación de gran angustia y tristeza.
De repente, siento a la doctora María Marta (la jefa de guardia en Cardiología esa noche, quien me había recibido y había salido de la habitación a explicarle a Enrique Kairiyama qué es lo que me pasaba) gritando mi nombre: “¡¡Miguel despertate...Miguel volvé!!”.
Abro los ojos con la respiración absolutamente acelerada, como buscando oxígeno luego de un largo ahogo. Nunca imaginé que el ritmo de respiración pudiera ser tan acelerado. Sentía todo el cuerpo frío y sudado. La doctora María Marta me repite: “¡Miguel, estás acá!”, con voz firme y alta. Le hago una seña afirmativa con la cabeza, sin entender qué está sucediendo.
Siento alegría en las personas que me rodean (enfermeros y médicos), quienes comentan entre ellos frases como: “casi se nos va”, “te distraes un momento y se te va”, “qué bárbaro cómo volvió”, y similares. Si bien no sabía qué había pasado, comencé a intuirlo.
La doctora María Marta decide ir ya mismo a Hemodinamia aunque no hubieran llegado todos los intervencionistas (tenía miedo de que me volviera a dar otro paro).
En esa ocasión de “frontera”, entre la vida y la muerte, comencé a repetir para mis adentros y moviendo los labios, como para reforzar el pensamiento con la palabra: “Jesús, en Vos confío”. Era el único pensamiento que cabía en esos instantes.
Escucho que los médicos deciden avanzar aunque la anestesia no haya completado su efecto. Siento un corte a la altura de la ingle y pego instintivamente un grito de dolor. Me sujetan la pierna algunas manos que dicen: “Quédese tranquilo y no se mueva”. Voy perdiendo el conocimiento mientras le digo a Jesús que confío en El. …

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Mi siguiente toma de conciencia es de regreso en la habitación. Entreabro los ojos y veo a varios amigos. Pienso que debo haber estado grave para que vengan a esas horas.
La doctora María Marta se me acerca y me dice que todo salió bien, que me puso un stent y que comenzó a irrigarse correctamente el corazón.
Al día siguiente, una de las enfermeras presentes me contó lo que me había pasado: “Tuviste un paro cardíaco respiratorio o muerte súbita que duró 2 minutos hasta que te resucitamos.” Me preguntó si recordaba algo de ese rato. Le dije que sí, y le relaté la estancia en el campito. Se alegró de que no recordara nada del proceso de resucitación cardiopulmonar porque me dijo que no era agradable pues se hace con un aparato de electro shock.